EL COMBATE
Ensordecidos por el silbido de las balas que rozaban las
cabezas y cuerpos de narcos emboscados por el ejército oficial; pistolas,
rifles y ametralladoras producían fuertes detonaciones, causando dolor y
muerte; los cuerpos caían derramando manantiales de sangre; los disparos y
ráfagas eran cada vez más nutridos; no sabían de qué dirección venían las
balas, ni donde estaban los atacantes.
Los soldados bien armados, estratégicamente se movían en
filas y columnas como hormigas, bajando del cerro hacia las verdes laderas que
cobijaban la calle; las curvas del camino angosto y polvoriento no dejaban ver
al enemigo; gritos, llantos y risas nerviosas se escuchaban en cada bando. Las
explosiones se oían cada vez más cerca, la densa nube de humo se expandía en
aquel lúgubre lugar; de pronto se sintió un profundo silencio que apenas duró
unos minutos.
A lo lejos se escuchaba el ruido del motor de un helicóptero
artillado que se acercaba a gran velocidad enfilando su armamento hacia el
grupo de narcos que ya estaban vencidos, algunos mutilados y otros muertos por
el ataque sorpresivo que habían tenido.
Las
rachas de viento turbulento y helado, se convirtieron de pronto en lenguas de
fuego que alcanzaron a más de 200 hombres desarmados. Al identificar cada uno
de los cuerpos caídos en el combate, no encontraron el del cabecilla, el jefe
de los narcos, Charles Salvatier; quien se había escapado aprovechando la
confusión producida por las detonaciones. Las aspas del helicóptero levantaban
una cortina de humo gris
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El viejo Ford color crema, estacionado cerca del
parquímetro, en una zona franca del puerto, su letrero luminoso plateado con la
palabra taxi lo delataba, era el único taxi disponible en esa zona, daba la
impresión de que esperaba ansiosamente a un pasajero especial y desconocido.
Un joven moreno, ojos saltarines, con gafas grandes y
oscuras, colgadas del segundo botón de su camisa floreada con colores oscuros y
fuertes, abundante cabello negro rizado, pantalón blanco y zapatos deportivos;
en su oreja izquierda sobresalía una argolla dorada y de su cuello colgaban
varias cadenas de oro y plata. Sentado dentro del automóvil con su mano derecha
sobre el timón y en la izquierda una fotografía que veía insistentemente.
Al ver a Salvatier, se acercó y le ofreció sus servicios;
se bajó y ayudó a subir el equipaje del nuevo pasajero, quien se extrañó por la
cortesía y prontitud de los servicios.
El
viaje en el Transatlántis había sido difícil, se sentía cansado y sin conocer
el lugar de su destino; cerró los ojos un momento y se quedó dormido unos
instantes; pero poco a poco fue despertando; oía el chirriar de las llantas
cuando el conductor giraba el timón para cruzar y bajar algunas pendientes del
camino.
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EL ASALTO
El fusil G-36 tendido sobre la ventana de cristal ahumado
del tercer nivel cerca de la terraza, con la boquilla del cañón apuntando hacia
la derecha; caliente por la erupción de las balas arrojadas, vomitaba nubes de
humo negro que se elevaban en espirales como una enorme fumarola, con olor a
azufre, pólvora y sangre vertida por los cadáveres tendidos boca arriba sobre
las escaleras aterciopeladas.
Salvatier se movía ágilmente como un gato, queriendo
atrapar a su próxima presa. Bajó rápidamente al segundo nivel y se puso en
posición de tiro, tomando el rifle y con la mira telescópica buscó al sujeto
que se le había escapado, localizándolo inmediatamente a una distancia de 100
metros, suavemente colocó su dedo índice, jaló el gatillo con destreza de un
cazador con experiencia, mientras observaba como una potente bala salía del
poderoso cañón que en segundos le atravesó la sien derecha, dejando al
individuo como una liebre mortalmente herida, dando los últimos estiramientos,
bañado en una poza de sangre que le salía a borbollones.
Se
deslizó por el pasamano que conducía al sótano y buscó la ametralladora Alfa
55, retrocedió el trípode ajustándolo rápidamente y tomando un fuerte suspiro,
con sus ojos abiertos buscaban al cuarto sujeto; pero no encontró a nadie, solamente
unas juguetonas y escurridizas ratas que salían de un viejo y sucio costal de
harina blanca.
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El fuerte ruido del motor de un vehículo Hummer 4x4 que
se acercaba a gran velocidad lo despertó y rápidamente buscó sus dos pistolas
Taurus PT 24/7 calibre 9mm que tenía a su alcance, se colocó en posición de
tiro cubriendo todo su cuerpo y listo para disparar, sus ojos abiertos y
atentos, sus manos mojadas por las gruesas gotas de sudor que habían resbalado
de su frente.
El
vehículo frenó bruscamente, sus vidrios polarizados no dejaban ver a sus
ocupantes, la puerta delantera se abrió y lentamente apareció Pedro Prieto;
comerciante y filántropo, usaba un sombrero de pelo negro, agachado hacia la
derecha, lentes oscuros que cubrían sus ojos negros y redondos, su cuerpo
robusto y pequeño hacían su caminar más lento.
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